Fragmento del libro El Vórtice, Ricardo González Corpancho, Tesseractum Editorial.
Volviendo a la iniciación del “Rayo Inca”, debo anotar que los Q'eros consideran que, más allá del aspecto físico de sobrevivir a un rayo de tormenta, existe un mensaje espiritual de liderazgo: la capacidad de resistir una poderosa energía, de sostener un encargo mayor. En definitiva, asumir el peso de la responsabilidad, como el ritual del Qoyllur Rit’i o “Estrella de Nieve”, en donde se llevan bloques de hielo a la espalda hasta alcanzar la cumbre del Colque Punku, práctica ancestral que, por cierto, se está viendo afectada en nuestros días por la desaparición de los glaciares ante el cambio climático.
Y aquí no puedo omitir otro dato realmente sorprendente: los más ancianos sostienen que, en la época de los incas, los “marcados” seguían atrayendo rayos y otras energías, “anclándolas” después de muertos...
La creencia señala que los espíritus pueden quedar confinados en un cuerpo momificado o congelado, actuando como una suerte de antena-raíz de fuerzas sobrenaturales. Por ello, aconsejan no mover a determinadas momias de sus lugares de descanso. Hay que comprender que para nosotros transcurrieron, tal vez, quinientos años desde que el cuerpo fue dejado en ese lugar del rito, pero para su alma todo ha significado un instante. Desde otro plano de realidad, “sostiene” algo incomprensible dentro de un bucle.
Años más tarde, en Siberia, escuché la historia de la princesa de Ukok o “Dama de la Nieve”. Vivió en el Altái hace dos mil quinientos años y fue desenterrada en 1933, en la meseta de Ukok, lo que desencadenó una encendida controversia. Los chamanes locales pidieron que la devolvieran a su lugar de descanso, ya que al moverla se estaba rompiendo una función de anclaje espiritual. Los científicos, claro está, hicieron caso omiso y trasladaron su cuerpo a la ciudad de Novosibirsk para hacer estudios de ADN. Lo curioso es que, luego del hecho, se sucedieron varios sismos en esta región del Altái ruso. Finalmente, al cabo de unos años de fuertes demandas de los chamanes y la gente del pueblo, la princesa de Ukok fue devuelta a la zona para ser conservada en un museo.
Esta enigmática dama tenía varios tatuajes rituales, entre ellos, el de un ciervo, tótem chamánico que la identificaba con un clan espiritual de “magos”, seguramente vinculados con las denominadas Deer Stones o “Piedras del Ciervo”, unos impactantes menhires que estos clanes erguían en distintos puntos del Altái. Es importante anotar que la expedición Roerich los halló y reportó. Para el creador de la Bandera de la Paz, eran sitios sagrados.
Tuve la ocasión de llegar a estas piedras de poder. Y, ciertamente, los habitantes y nómades de la estepa en donde se encuentran las definen como “marcadores” de lugares especiales. No siempre son tumbas, como suponen los profanos o los investigadores de escritorio. Estos megalitos milenarios son verdaderas antenas de fuerzas telúricas. O, si se quiere, una suerte de agujas de acupuntura planetaria. En Perú, los sabios andinos las conocían y las llamaron wancas: piedras sagradas que señalan las ya citadas wakas. También son conocidas como “piedras parlantes”, terminales de información conectados a los nodos de la Tierra.
El autor al lado de un grupo de Deer Stones, en el Altái mongol.
Las piedras, pues, tienen “memoria”. Como dijo en su día el líder espiritual de los hopi, Kuwanijuma: “El hombre no es el único que tiene memoria. La Tierra recuerda. La piedra recuerda. Si saben escuchar, les contarán muchas cosas...”.
Estos megalitos se encuentran en todo el mundo ―los dominios del Uritorco incluido― con similar función. Pero permanecen silentes ante el profano, mudos e inertes para los ojos del cazador de experiencias exóticas. Solo “hablan” cuando detectan la intención pura de un caminante.
Ahora bien, al hilo de estas informaciones relativas el “anclaje”, no puedo dejar pasar un hallazgo en los Andes que me impactó. En 1999, en el Llullaillaco, un imponente volcán de seis mil setecientos treinta y nueve metros de altura emplazado en Salta, en el noroeste argentino, un equipo de Estados Unidos y Argentina, con la participación de andinistas y arqueólogos locales y peruanos, descubrió tres momias en perfecto estado de conservación. Se trataba de tres niños congelados como parte de una ofrenda-sacrificio de los incas, un ritual que era conocido con el nombre de capaccocha u “obligación real”.
Hay muchos motivos tras esta práctica que, sin duda, para nuestra sociedad es extraña y cruel. Por un lado, se piensa que era una forma de someter a los pueblos recién anexados al Imperio del Sol. Los niños sacrificados en los nevados eran los hijos de los derrotados líderes. Así, el símbolo del poder inca quedaba sellado.
Pero también había niños expresamente preparados para el ritual: eran elegidos desde muy temprano para transformarse en una “ofrenda” que pudiera romper la ilusión del espacio-tiempo e integrarse con el espíritu protector de los Apus. Su sacrificio no era una obligación o castigo. Era un honor. En tiempos de hambruna, sequía o desastres naturales, los elegidos iban en peregrinación a la cumbre de los nevados, puntos que los sacerdotes consideraban importantes “portales” de la Pachamama. Durante ese trayecto, los pequeños bebían chicha y consumían hojas de coca. Luego, adormecidos, eran colocados en el hielo del glaciar. Allí trascendían. Y en los casos en que esto no era así, se aceleraba el proceso con un certero golpe en el cráneo. Los cuerpos de los niños sacrificados, además, eran acompañados de diversas ofrendas provenientes de las distintas regiones del Tawantinsuyo: la confederación andina de las cuatro direcciones solares, el Imperio inca. Era, pues, un acto solemne de gran alcance.
Los niños del Llullaillaco son considerados como unas de las momias mejor conservadas de la historia. Estaban allí hacía medio milenio y, a decir de los investigadores implicados en el hallazgo, parecían estar vivos, solo “dormidos”. De acuerdo con los principales arqueólogos de este descubrimiento, la argentina Constanza Ceruti y el estadounidense Johan Reinhard, el estado excepcional de conservación se debe al aire frío y seco de la región, sumado a las capas de tela tejida que cubrían los cuerpos que murieron a raíz de las condiciones a las que fueron expuestos. Para darse una idea, los estudios realizados a los cuerpos de los tres niños demostraron que aún conservaban “órganos intactos, con sangre aún presente en el corazón y los pulmones”.
Las tres momias son conocidas así:
El niño. El primer cuerpo localizado correspondía a un niño de unos siete años. Tenía el cabello corto y un adorno de plumas blancas a la usanza de los varones de la élite inca.
La doncella. El segundo hallazgo correspondía a una joven de alrededor de quince años. También tenía un tocado de plumas blancas y su rostro aún conservaba pigmentos de color rojo. Se cree que era una aclla o Virgen del Sol.
La niña del rayo. El tercer cuerpo que halló el equipo expedicionario fue el de esta niña, de unos seis años. Lo extraordinario es que la pequeña fue alcanzada por un rayo que cayó en el lugar, atravesando el suelo más de un metro hasta impactarla, dañando así parte de su cuerpo y vestimenta. Por ello se le conoce como la “dama del rayo”.
Inevitablemente, recordé mis conversaciones con los sabios Q'eros...
La doncella, el niño y la niña del rayo. Crédito: Museo de Arqueología de Alta Montaña, Salta, Argentina.