En 1996 viví un espEcial encuentro cercano en las selvas del Paititi, en la zona sur oriental del Perú. Un hombre de rasgos orientales irrumpió la tranquilad del sagrado muro de pusharo e "impregnó" en mí una información, un conjunto de principios espirituales que rigen a la supuesta sociedad subterránea a la que pertenece. a continuación, comparto una síntesis de ese conocimiento.
La Sabiduría de los Retiros Interiores.
La existencia de Shambhala, ciudad matriz del presunto reino subterráneo de Agartha, está más cerca de la ficción que de la realidad para el hombre común. Como en su momento se juzgó a Troya, o la existencia de tierras más allá de los mares en tiempos de Colón. Sin embargo, la existencia de esos túneles, e incluso de verdaderas ciudades intraterrenas abandonadas —como la misteriosa Cueva de los Tayos, en el Ecuador— ha venido reuniendo el interés de connotados científicos e investigadores. Son lugares que han podido ser visitados, fotografiados y estudiados. La leyenda es real.
Lo inquietante, no obstante, no es la propia existencia material de estas galerías artificiales, construidas por una civilización desconocida hace miles de años. El verdadero misterio se encuentra en los habitantes de aquellos laberintos del “mundo de abajo”: ¿Quiénes son? ¿Por qué no se muestran abiertamente? ¿Cuál es su relación con la humanidad? Desde los Nagas de los Himalayas, a la creencia del “Uku Pacha” o mundo subterráneo en el antiguo Perú, las referencias a aquellos esquivos maestros de largas túnicas blancas es abundante. En la actualidad, los acercamientos con ellos se han seguido produciendo, pero en un marco de discreción y silencio. Y hay más de una razón para explicarlo.
La leyenda cuenta que en tiempos muy antiguos existieron importantes civilizaciones, muy anteriores a Sumeria, Egipto o la cultura Maya. Me refiero a una verdadera humanidad perdida que se remonta a la época del llamado “diluvio universal”, un evento catastrófico que más de un mito menciona sin importar en que parte del mundo lo escuchemos. Lemuria, Hiperbórea o Atlántida, son algunos de los nombres que señalan aquellos tiempos “pre diluvianos”, en extremo desconocidos por el hombre. Esas civilizaciones prehistóricas habrían existido. Y al conocer su destrucción —reza la leyenda— un grupo de sabios maestros se establecieron en refugios previamente construidos bajo la superficie del planeta, en zonas de difícil acceso, como gigantescos desiertos, altas cadenas montañosas o selvas impenetrables. La leyenda sostiene, además, que en su nueva morada subterránea depositaron los anales de su cultura, un archivo inimaginable de conocimiento, y que sería puesto a disposición de la humanidad de superficie cuando ésta demuestre que se encuentra preparada para conocer su verdadero origen, destino y misión. Así, sus moradas subterráneas se transformaron en templos, y desde aquel entonces se les llamó Retiros Interiores.
Los principios espirituales de aquellos esquivos guardianes recuerda la esencia de las más importantes enseñanzas filosóficas de todo el mundo antiguo. (Imagen: Roerich, "El Milagro", 1923)
Primera Ley: “El verdadero estudiante de la vida empieza estudiándose a sí mismo”.
Este principio, el más importante de todos, afirma que el verdadero estudiante de la vida, de la Tierra, o del infinito cosmos, al comprender la existencia y naturaleza de una gota de agua puede fundirse con el océano. Una criatura viviente y una estrella no están tan separadas como podrían aparentarlo. Cada existencia se encuentra interconectada y se rige bajo las mismas leyes. Según viejas enseñanzas esotéricas, la atenta observación de uno mismo puede transformarse en una herramienta poderosa para penetrar en los misterios de la naturaleza y sus mecanismos. De hecho, los maestros resaltan por su profundo conocimiento del planeta y el universo. Su formula no sólo se basa en el importante archivo de información que custodian en sus Retiros Interiores, sino en la comprensión de ellos mismos como parte de aquel Todo. Por ello el primer principio de su código espiritual afirma que uno debe empezar investigando en su propia realidad interior. Muchos se preguntarán: ¿Cómo?
Las formas no son lo importante, sino la intención de aquel que busca. El silencio y la meditación son buenas consejeras para adquirir momentos de paz y claridad, instantes en donde nuestra mente “verá” claro y podrá evaluar, sentir e interpretar nuestro camino. Los maestros enseñan que la mente debe observar sin juzgar lo que ve. Entonces automáticamente nuestro sexto sentido —o intuición, si preferimos llamarla así— nos advertirá los pasos correctos para nuestra evolución y aprendizaje, y las circunstancias y acciones que en una próxima ocasión deberíamos evitar. Pero la atenta observación de uno mismo no sólo involucra la meditación en sí misma, sino un estado de conciencia de todo cuanto hacemos en nuestro desenvolver cotidiano. Hay cosas que pueden —y deben— modificarse. Y otras que son inherentes a nuestro aprendizaje. Ver nuestra vida desde afuera, como si fuésemos científicos que están pendientes de cada detalle, de cada paso de aquel ser humano que somos nosotros, es un buen ejercicio para comprender desde otra perspectiva el milagro maravilloso que es nuestra existencia, y desde la cual podemos ver el Universo entero.
Segunda Ley: “La luz verdadera alumbra o ciega según la actitud del estudiante”.
La definición más aceptada de la luz sostiene que es una onda electromagnética capaz de ser percibida por el ojo humano. Su frecuencia determina su color. Si le pedimos a alguien que visualice un haz de luz, o una radiación lumínica, lo más frecuente es que imagine un resplandor blanco, brillante y muy claro. Es como si el color blanco reuniera o sintetizara los diferentes matices de la luz. La luz —sostiene la creencia hindú— fue parte de la creación del Universo a través de la exhalación de Brahma o el “Big Bang” que sugieren nuestros actuales científicos. La Luz sería la información que todo lo impregna. Los maestros aseguran que existen diversos "estados" en la naturaleza de la luz. Afirman que la luz puede ser alterada, modificada, y empleada a conciencia para distintos fines. Sin embargo, el segundo principio se refiere a la luz como una alegoría que va más allá de este concepto. Habla de la luz como conocimiento. Sostiene que su real naturaleza es perfecta, y que depende enteramente del receptor el uso equilibrado de aquella revelación. En otras palabras, este principio enseña dos cosas concretas:
1. Que el conocimiento verdadero es por naturaleza inocuo. No va a izquierda o derecha, no pierde su balance. Sencillamente, es.
2. Es de responsabilidad del estudiante hacer buen uso del conocimiento. Este puede “iluminar” —conciencia, crecimiento—, o “cegar” —confundir, desorientar— si se lleva a cabo un empleo indebido de lo recibido.
Por ello los principios afirman que la luz verdadera alumbra o ciega según la actitud del estudiante. Es interesante constatar que el comportamiento de la luz que estudian los científicos no escapa a la enseñanza de este principio. Veamos un ejemplo sencillo: Todos sabemos que es peligroso mirar directamente al Sol, pues su radiación podría lesionar nuestros ojos. Ello no quiere decir que nuestra estrella —una enana amarilla— sea “negativa”, pues nos da calor, abrigo, y permite que la vida sea posible en el planeta. Sin embargo, en ciertos momentos sí se puede ver la figura solar, como en el amanecer. En otras circunstancias —como cuando el Sol se encuentra en el cenit— sería más que imprudente. Algo similar ocurre con el conocimiento. El mal uso del conocimiento se ha registrado desde épocas muy antiguas. Grandes civilizaciones precipitaron su desaparición al perder la línea original de las enseñanzas recibidas. Por ello la “luz” alumbra o ciega de acuerdo a nuestra actitud.
Tercera Ley: “El verdadero soldado de la luz batalla amando a su enemigo”.
Este principio sostiene que cada acción posee una energía. Desde el acto de la guerra a las más sublimes manifestaciones de amor. Por ejemplo, en experimentos científicos se ha demostrado que un pensamiento positivo tiene mayor energía que un conjunto de pensamientos negativos. Es decir, combatir el fuego con fuego, no es la mejor formula, y más aún cuando los principios universales —como el de causa y efecto— están operando constantemente. Los principios afirman que el verdadero “soldado de la luz” enfrenta las cosas con amor. Y se refiere al estudiante como “soldado” por cuanto el caminar humano se encuentra en el medio de una intensa pugna de fuerzas e influencias. El sabio chino Lao Tse impartía una forma adecuada para hacer frente a ese conflicto: la quietud. El árbol manso y moldeable, era más resistente a las embestidas del viento, frente a un árbol duro y rígido, que corría el riesgo de romperse. Y es que, erróneamente, se ha pensado que una actitud calmada y pacífica es sinónimo de debilidad. Al contrario, es una muestra de poder y control interno. En un mundo donde es evidente la pugna de fuerzas, la paz interior es la espada que protege al guerrero de la luz. Un guerrero que comprende la naturaleza de su adversario. Por ello lo ama, no lo odia. Y he allí el secreto del tercer enunciado. El verdadero soldado de la luz batalla amando al enemigo porque su lucha no es un acto de resistencia, sino de no-resistencia, una actitud llena de paz, de quietud, de comprensión, de perdón y, por consecuencia, de control de la situación.
Cuarta Ley: “La verdadera protección radica en el control del miedo interior”.
Los maestros de la Hermandad Blanca son semejantes a los monjes orientales. Poseen una gran espiritualidad y sabiduría, pero no por ello dejan de ser fuertes y firmes. De hecho, una de sus principales tareas es equilibrar la pugna de fuerzas que hay en el mundo. Como vimos en el capítulo anterior, el caminante debe enfrentar las pruebas e influencias que no vibran en la luz con amor y tranquilidad espiritual. Este nuevo principio que tratamos explora un poco más allá estas situaciones de conflicto, hablando concretamente del miedo y la protección. ¿Qué significa la protección? ¿Por qué su efectividad depende del control de nuestros propios miedos? Habitualmente, definimos como “miedo” a una intensa emoción desagradable, activada por la percepción de un peligro —sea este real o supuesto—, ante una situación no deseada, o de cara a una experiencia desconocida, desarrollándose en tiempo presente o con inquietud de que ocurra en el futuro. Para muchos estudiosos, el miedo es una emoción primaria que se deriva de la aversión natural a la “amenaza”. En el caso humano, muchas veces puede ocurrir ante un evento que el individuo no desea por alguna u otra razón. O que, sencillamente, desconoce, y esa situación le hace sentir indefenso. Las explicaciones, desde luego, son diversas. Pero todas concluyen de alguna u otra forma en que el miedo no es contraproducente, sino que opera como un mecanismo natural de supervivencia y adaptación. Si éste se desborda ante situaciones que tienen control, se podría interpretar como un error de percepción. En otras palabras, muchas veces el miedo puede derivar de la “ignorancia”. En todos los casos, el control del miedo es una herramienta fundamental para enfrentar las situaciones de riesgo o peligro. Es fácil de deducir que la iniciación en el conocimiento puede disminuir la tendencia al miedo irracional. Los grandes maestros de la historia humana siempre hicieron énfasis en no temer, pues la verdad estaba viva y nada ni nadie podía hacerles daño. Cuando el caminante conoce cómo operan las leyes universales, el miedo irracional empieza a desaparecer. La verdadera protección radica en el control del miedo interior porque de nada sirve conocer las leyes y ser asistidos por fuerzas superiores, si es que en la misma medida tenemos miedo y aprensión. La mayor protección del caminante es el dominio de sus propios fantasmas y temores.
Quinta Ley: “El verdadero maestro enseña con el ejemplo”.
La sencillez y contundencia de este principio fundamental, no requiere mayor explicación. Es un consejo antiguo, lleno de sabiduría, y que ha pervivido a través de las edades de la historia. Hoy en día, se ha convertido prácticamente en un adagio popular: “La acción determina cómo pensamos”. Estos principios sostienen —sumándose a otras tantas filosofías de antiguo— que el verdadero maestro enseña con el ejemplo; es decir, que el poder de su sabiduría se encuentra en la acción, en la obra, como reflejo de sus pensamientos. Un maestro es vehículo de conocimiento. Y lo debe inspirar primordialmente con su propia vida.En estos años, aprendí de la Hermandad Blanca estas cuatro verdades sobre la maestría espiritual:
1. Un verdadero Maestro no procura generar dependencias. Procura formar nuevos maestros y no más discípulos permanentes. Su misión no está en alentar seguidores, sino conciencias libres.
2. Un verdadero Maestro es humilde por naturaleza. No es perfecto, a pesar de su conocimiento. Puede equivocarse en su sana intención, pero también reconoce el error y lo enmienda con amor y tranquilidad.
3. Un verdadero Maestro no obliga a aceptar sus enseñanzas. Ni impone su punto de vista. Sólo lo expone con amor y sabiduría. Otorga sin juicio alguno el conocimiento y deja que los oídos que están listos para escuchar, escuchen.
4. Un verdadero Maestro es coherente en sus actos con lo que dice y enseña. Si no es así, algo no está marchando bien.
Básicamente, estas cuatro verdades que aprendí armonizan perfectamente en el conocimiento que encierra El Decadron: El verdadero Maestro enseña con el ejemplo.
Sexta Ley: “El verdadero mensajero es aquel que solo transmite el mensaje”.
Un mensajero es puente de una información. Un instrumento del universo para hacer llegar determinado conocimiento o enseñanza. Por ello el Decadron sugiere que su participación en esa importante tarea no altere la real naturaleza del mensaje que se debe entregar. De lo contrario, podría afectar la esencia de lo recibido. En otras palabras, un mensajero debe evitar cualquier tipo de contaminación del mensaje que debe compartir.??En los grupos de contacto muchas veces los mensajes recibidos son alterados inconscientemente por nuestra particular forma de entenderlos y procesarlos, por nuestro carácter y opinión previa sobre ciertos asuntos, e inclusive bajo la influencia de intereses personales. La enseñanza de los maestros hace hincapié en que todo aquello que vivamos en el contacto, debe ser transmitido tal y cual ocurrió, sin juzgarlo, sin resistencia, sin intentar interpretar la real esencia de las cosas que se nos dieron. Un verdadero mensajero transmite sólo el mensaje, sin alterarlo bajo ninguna circunstancia. Y comprendiendo, desde luego, que el mensaje es más importante que el mensajero.
Séptima Ley: “La fe verdadera se sustenta en el conocimiento”.
Nos encontramos ante una de las fuerzas más poderosas del universo. Una fuerza que puede ser empleada por el ser humano para cambiar el rumbo de los acontecimientos, modificar su vida, entorno, o al propio planeta. Podría decirse que es una energía, capaz de hacer cualquier cosa. Pero nadie sabe exactamente qué es la fe. Habitualmente se la define como “la convicción de lo que uno no puede ver”. También podría traducirse como creer. Y aquí empiezan a accionar los principios universales, el “secreto” que yace detrás de la fe. ¿Qué quiso decir Jesús al afirmar que si tuviéramos fe del tamaño de un “grano de mostaza”, podríamos desplazar montañas? ¿Fue sólo un símbolo aquel ejemplo? ¿O encierra una verdad antigua? La fe, en realidad, no es un acto ciego o irracional. La razón de ser de la fe puede hallarse en un conocimiento que la sustente, que expliqué por qué y cómo actúa. ¿Esto quiere decir que podríamos mover físicamente las montañas, tal como señalaba Jesús? Sin duda. Se puede. Pero para lograr aquellas cosas “increíbles” debemos generar una cantidad importante de energía. Por lo menos, del volumen de un grano de mostaza. Este principio enseña que la fe no mueve montañas sólo por los sentimientos o anhelos humanos, por más poderosos que sean. Habla de leyes espirituales poderosas que podrían explicar cómo opera lo que llamamos fe. Si sumamos ese conocimiento a nuestra poderosa capacidad de crear lo que creemos, habremos cruzado la línea que separa el discipulado de la maestría. He allí el secreto y sabiduría de esta ley.
Hasta aquí, hemos analizado el mensaje de los primeros siete principios. De acuerdo a los maestros, los siete enunciados iniciales se concentran de manera especial en el caminante. En la persona o ser que siente vivir y realizar la luz. En los siguientes tres principios —que empezamos a tratar desde este momento— hallaremos un conocimiento orientado principalmente a la mística de grupo.Para explicarlo de otra forma, el discipulado para convertirse en parte consciente de la Hermandad Blanca, requiere de siete pasos, que como vimos consisten en:
1. Conocerse a uno mismo para conocer al universo.
2. Comprender la naturaleza de la luz y el conocimiento verdaderos.
3. Saber enfrentar las adversidades a través del amor y la no resistencia.
4. Controlar nuestras emociones para hacer efectiva nuestra propia protección.
5. Ser ejemplo de lo que hemos aprendido.
6. Comprender que el mensaje es más importante que el mensajero.
7. Fortalecer nuestra fe en el conocimiento.
Una vez que cruzamos estas siete “puertas”, nos hallamos ante la octava ley. Un enunciado que vibra más en la labor de grupo o hermandad.
Octava Ley: “La sagrada doctrina se torna aun más sagrada si se es consecuente con ella”.
¿Qué significa este nuevo principio? Habla de la “doctrina”. Pero no en la acepción que muchas veces se relaciona a las religiones organizadas, sino como un conjunto de enseñanzas o principios. Ser consecuente con las enseñanzas espirituales significa no traicionar nuestro compromiso con nosotros mismos y con la Luz. Servir amorosamente a los principios que nos inspiraron e iluminaron. En suma, al propósito superior de nuestra misión. Así, en cada acción y esfuerzo, los designios superiores serán santificados, envueltos de una energía de voluntad y servicio. Se harán fuertes y adquirirán vida propia. Se transformarán en el alma colectiva de un grupo que trabaja en la luz. Y esa energía protegerá y asistirá al caminante, y le ayudará en la consecución de la obra.
Por ello los principios afirman que la doctrina “se torna aún más sagrada”, pues es nutrida de la energía de quienes vibran en ella y la realizan. No es sólo un símbolo. Hay allí un poderoso fluir de fuerzas. Este es un secreto que ha sido practicado desde épocas muy antiguas: Cuando un grupo de personas se une bajo el amparo de un principio en el cual vibran y creen, dan forma a un elemento, denominado por los Maestros “La Ley del Núcleo”. Todo grupo humano, espiritual o bélico, religioso o político, trabaja con la Ley del Núcleo, independientemente de que lo sepan o no. La energía que generan al reunirse bajo ciertos ideales y objetivos, y trabajar decididamente por ellos, va dando forma a este elemento que se transforma en el “alma” o “Cuerpo Místico” de aquel grupo. Aquel “Núcleo” o “Templo Espiritual”, si es construido sobre la base de ideales elevados y amorosos, en proyección al servicio y la ayuda a los demás, se podría convertir en un foco de irradiación positiva en su momento de maduración. Esta verdad nos lleva directamente a la Novena Ley.
Novena Ley: “El verdadero templo es aquel que se construye sobre la base de sentimientos, pensamientos y actitudes”.
Habitualmente definimos a un templo como un lugar para oración. El término proviene del latín templum, que designa un edificio sagrado. En la antigüedad, se le asociaba al cosmos —como si el cielo tuviese su reflejo en la Tierra—, y muchas culturas irguieron maravillosas construcciones para comunicarse con aquellos secretos de la bóveda celeste. Antes del cristianismo, Sumeria, Egipto, Grecia o las culturas americanas —entre ellas los mayas e incas— poseían importantes templos, en donde no sólo se consagraban al Sol o las estrellas, sino también a la propia naturaleza. Sin embargo, templo no sólo designa una construcción humana para las prácticas místicas y la oración. Como vimos en la octava ley, un conjunto de ideas o principios pueden ser santificados si creemos en ellos y empezamos a trabajar decididamente en esa dirección. La novena ley nos dice ahora que luego de ese proceso, estamos creando un templo “espiritual”. Por ello advierte que el templo verdadero “…se construye sobre la base de sentimientos, pensamientos y actitudes”.??Esotéricamente, se conoce este fenómeno con el nombre de “Egrégor”, voz verbal del griego clásico que significa “vigilar”, “velar”, “estar despierto”. Otra interpretación se desprende de la contracción de las palabras árabes “eg” y “gregen”, que significan “eso que reúne” o “lo que reúne”. En otras palabras, el Egrégor sería aquel cuerpo místico que logramos crear gracias a la Ley del Núcleo que agrupa el aporte psíquico. Este principio nos dice que todo lo que sentimos pensamos y hacemos nutre, alimenta y construye nuestro Templo Verdadero que es el espiritual.
Décima Ley: “El verdadero místico es aquel que pone en práctica los principios del Cielo y que muere constantemente por amor al prójimo”.
Es difícil describir la belleza y verdad que encierra este principio. Sintetiza el espíritu de todo verdadero caminante de la luz. Es, sencillamente, la consigna y misión de la Hermandad Blanca: poner en práctica los principios que rigen el universo y aplicarlos en el servicio a los demás. Y casi siempre en silencio. No hay mayor misterio, pues “los principios del Cielo” no son otra cosa más que las leyes universales. Un verdadero místico vive y acciona en total conocimiento de estas leyes.Pero, ¿qué significa morir constantemente por amor al prójimo?
Es una alegoría que señala el sacrificio por amor a los demás. El “sacro-oficio” o nuestro trabajo santo por el próximo, al que tenemos más cerca. Esto quiere decir que nuestra vida debe ser una labor de servicio sin esperar nada a cambio. Una tarea que puede requerir en ciertas circunstancias de grandes pruebas y esfuerzos para purificar nuestras intenciones y el alcance de la obra. “Morir constantemente” expresa constancia en esa misión.
El servicio es el mensaje de la Décima Ley.
NOTA: Este artículo es una adaptación del libro “Los 10 Principios Espirituales de la Hermandad Blanca” de Ricardo González, Ediciones Luciérnaga, Grupo Planeta España.